POSTRADO EN TIERRA -- CH Shaw

Una de las imágenes más estremecedoras que nos ofrecen las Escrituras es la de Job, postrado en tierra, exclamando «bendito sea el nombre del Señor» (Job 1.21). La figura postrada nos recuerda otras escenas similares en los relatos bíblicos, la de Isaías ante el trono de Dios, la de los magos ante el pequeño Jesús, la del siervo injusto ante el Rey, la del ciego ante el Hijo del Hombre o la de Juan ante Aquel que vive por los siglos de los siglos. Podría también referirse a un momento en la vida de cualquiera de los miles de héroes de la fe que han adornado, con su santidad, la historia del pueblo de Dios.El hombre «postrado en tierra» nos produce incomodidad. Nuestra espiritualidad, restringida a horarios específicamente apartados para esta actividad. Lo que le añade un dramatismo sin igual a esta escena no es el acto en sí, sino el contexto que rodea esta expresión de adoración. En el lapso de un solo día una violenta confabulación de eventos arrasó con todo lo que Job conocía —riquezas, comodidades, familia y prestigio— y convirtió su mundo en una soledad amarga, vacía y desolada. Los sabeos arrasaron con su bueyes y mataron, a filo de espada, a sus criados. Cayó fuego del cielo y consumió sus ovejas, junto a los pastores que las cuidaban. Los caldeos atacaron y se llevaron sus camellos, y asesinaron también a los criados. Un viento huracanado volteó la casa en que estaban sus hijos ehijas y, cayendo sobre ellos, les quitó la vida.

¿Cómo puede un hombre soportar semejante devastación sin caer en la demencia absoluta? Imaginamos que la agonía y el desconsuelo lo hundieron en un tormento que lo dejaron desorientado, incapacitado aun para las tareas más sencillas de la vida cotidiana.

¿Qué es esto?

El relato del historiador, sin embargo, toma un giro inesperado: «Entonces Job se levantó, rasgó su manto, se rasuró la cabeza, y postrándose en tierra, adoró, y dijo: “Desnudo salí del vientre de mi madre Y desnudo volveré allá. El SEÑOR dio y el SEÑOR quitó; Bendito sea el nombre del SEÑOR.” En todo esto Job no pecó ni culpó a Dios». (1.20–22).

La respuesta de Job nos deja atónitos. El hombre «postrado en tierra» nos produce incomodidad. Nuestra espiritualidad, restringida a horarios específicamente apartados para esta actividad, no nos ha preparado para esta escena. ¿Acaso no son necesarios los músicos y una persona que dirija para que podamos «adorar»? Aun cuando nuestras experiencias de adoración nos conmuevan, la experiencia no nos despega de nuestros asientos. Algunos osados se ponen en pie, pero nadie se postra en tierra. Nuestro desconcierto con Job crece cuando recordamos cuán a menudo nos quejamos por las injusticias de la vida (siempre que se refieran a nuestra vida, claro está), con cuanta facilidad convertimos cada contratiempo y dificultad en una oportunidad para reclamarle a Dios una existencia más benigna.

Hacer silencio

Elifaz temanita, Bildad suhita y Zofar naamatita llegan a tiempo para rescatarnos de nuestra desorientación. Ellos, «cuando alzaron los ojos desde lejos y no lo reconocieron, levantaron sus voces y lloraron. Cada uno de ellos rasgó su manto y esparcieron polvo hacia el cielo sobre sus cabezas. Entonces se sentaron en el suelo con él por siete días y siete noches sin que nadie le dijera una palabra, porque veían que su dolor era muy grande» (2.12–13).

Imitemos a estos tres y acerquémonos al patriarca, postrado en el piso, con reverencia. Estamos en presencia de un santo. Si guardamos silencio es posible que el Espíritu descubra, ante nuestros ojos, el secreto de la devoción de Job.

¿Qué nos enseña el hombre que adora a Dios en medio de la calamidad? ¿Qué podemos aprender de su postura de entrega absoluta?

Rendirse

¿Por qué está postrado en tierra Job? Es un gesto que no pertenece a nuestro mundo. Las reverencias, las cortesías, inclinar la cabeza o levantar el sombrero pertenecen a un mundo anticuado, pasado de moda. La nueva cultura exige que trabajemos más en imponer que se nos respete que en tratar con respeto a los que comparten con nosotros la vida. En los tiempos de Job, sin embargo, el postrarse era una señal fácilmente reconocible como una acto de reverencia. Quienes lo observaban no guardaban dudas acerca de quién era el que recibía el honor y quiénes eran los que lo ofrecían.

Job, postrado en tierra, no deja duda alguna acerca de quién es Dios y quién es el creado. Echado en el piso proclama, para todos los que lo observan, que se encuentra en una posición de absoluta vulnerabilidad, de extrema fragilidad. Solamente la buena voluntad del Soberano podrá salvarlo de una muerte segura. No patalea, ni reclama. No demanda, ni exige. Entiende que no posee derechos, y por eso está rendido ante otro que es infinitamente mayor a él.

Volver a rendirse

Job no se postra solo. Trae consigo la multitud de preguntas que azotan su mente, que lo acosan con una furia inusitada. «¿Cómo pudo ocurrir esto? ¿Qué he hecho para merecer semejante injusticia? ¿Por qué Dios ha permitido que sucediera esto? ¿Por qué no me quitó también a mí la vida?» Estas interpelaciones atormentan porque el desconcierto, en un mundo que creíamos entender, es aún más doloroso que la crisis que vivimos.

Job rinde ante el Soberano el más profundo anhelo del ser humano, la necesidad de obtener una respuesta ante el atroz sufrimiento que nos trae vivir en un mundo caído. Entiende que entre su humanidad y el Alto existe un profundo misterio que ningún hombre puede penetrar. Los caminos del Soberano no son sus caminos, ni tampoco Sus pensamientos los pensamientos del postrado patriarca. Percibe que las respuestas no servirán para calmar su dolor; más bien darán lugar a nuevas y más insondables interrogantes. Prefiere no transitar por este camino, porque el consuelo que busca no es racional, sino espiritual. Al declarar que Dios es bueno está afirmando que Aquel que cuida de su vida sabe lo que está haciendo, aun cuando sus acciones sean incomprensibles a nuestros ojos. Echar mano de la vida

¿Qué es lo que cree este varón, postrado en tierra? «Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré allá. El SEÑOR dio y el SEÑOR quitó». No contabiliza la catástrofe como pérdida porque nada de lo que poseía era suyo. Reconoce su verdadera condición en la tierra, la de un peregrino que vive de prestado. Sus bueyes, sus ovejas y sus camellos eran prestados. Sus criados eran fiados. Aun sus hijos e hijas eran prestados. Llegó al mundo sin nada y así saldrá de él. Todo lo que logre disfrutar, en ese espacio intermedio entra la vida y la muerte, es pura dádiva del cielo.

Mas Job percibe algo más profundo. La figura más triste en este mundo es la persona que «gasta dinero en lo que no es pan, su salario en lo que no sacia» (Isaías 55.2). Él no perdió nada porque lo único que alguna vez había poseído es aquello con lo que llegó al mundo: la vida misma. Esta existencia, en su expresión más pura y absoluta, es lo que resulta cuando vivimos en presencia del Eterno. Lo podemos perder todo y aún conservar la vida. Ni siquiera pasar de este mundo al venidero puede quitarnos esta riqueza. Job sabe que todo lo demás —patrimonios, comodidades, familia y prestigio— pasarán, mas lo eterno perdura para siempre.

Volver a inclinarse

Postrado en tierra, Job exclama: «bendito sea el nombre del Señor». En una cultura obsesionada con la búsqueda del placer y la realización personal las palabras de Job suenan a blasfemia. Nos preocupa su autoestima, la negación en la que quizá se haya sumergido, las secuelas emocionales y psicológicas que puedan resultar de semejante catástrofe. Job, sin embargo, exclama: «bendito sea el nombre del Señor».

La raíz de la palabra bendecir es arrodillarse. Es decir, Job no solamente se postra de cuerpo, sino que su espíritu también se inclina ante el Señor. Desconoce nuestro hábito de mostrar una cara a los demás mientras, en lo secreto de nuestro interior, nos aferramos a una postura contraria. Bendecir es hablar bien del Señor, enumerar sus bondades, testificar de su misericordia. Es acomodar el corazón para que acompañe plenamente las acciones del cuerpo postrado.

Nos desconcierta la respuesta de Job porque generalmente bendecimos el nombre de Dios cuando todo marcha bien, cuando la vida nos sonríe, cuando abundan los buenos momentos, los amigos y los medios para vivir como nos gusta. En medio de las calamidades, sin embargo, la historia es otra. Nos sentimos tentados a decirle a nuestro espíritu, lo mismo que la esposa de Job le dijo al patriarca postrado: «¿Aún conservas tu integridad? Maldice a Dios y muérete» (2.9). No obstante, con una obstinación enervante Job insiste en señalar: «¿Aceptaremos el bien de Dios y no aceptaremos el mal?» (2.10). La más pura expresión de sus convicciones sigue siendo exclamar: «bendito sea el nombre del Señor».

Dejarse abrazar

¿Qué es lo que sostiene la fe de Job? Una convicción inamovible de que Dios es bueno. Se resiste a creer la mentira del diablo, instalada en el corazón del hombre desde del mismo momento de la caída, de que el Creador está actuando para perjudicarnos, que busca hacernos mal. Su testaruda declaración, «bendito sea el nombre del Señor», no tiene que ver con el horror de los hechos que se han producido en su vida. Mantiene su mirada fija en el corazón del Padre, un corazón que se derrama en amor por sus hijos. Job sabe que no puede haber contradicción entre los hechos y las intenciones de Dios, y por eso desconfía de sus propias interpretaciones al respecto. Al declarar que Dios es bueno está afirmando que Aquel que cuida de su vida sabe lo que está haciendo, aun cuando sus acciones sean incomprensibles a nuestros ojos. En esa convicción encuentra el descanso que tanto necesita. ¡Jehová verdaderamente es su pastor!«No temas. No te haré mal. Confía en mí, y yo te daré la vida en toda su plenitud» ¿Podremos nosotros?

Aunque Job postrado en tierra nos desconcierta, reconocemos en su postura una profundidad y una entrega que resulta fascinante por lo inusual que es en nuestras propias expresiones de devoción. Percibimos una intensidad de vida con Dios que despierta en nosotros un deseo por algo distinto en la manera en que vivimos al Señor. ¿Será que nos atreveremos a explorar este camino?

El Dios que acompañó a Job en el momento más negro de su vida es el mismo que, hoy, extiende sus manos hacia nosotros. Con infinita ternura nos exhorta: «No temas. No te haré mal. Confía en mí, y yo te daré la vida en toda su plenitud». Quizás, en un futuro no muy lejano, el postrarnos en tierra y declarar «bendito sea el nombre del Señor» ya no nos resulte tan extraño.

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